Pueblecitos blancos que salpican la montaña y parecen cuadros dibujados. Productos de la tierra y buen vino. ¿Qué más se pude pedir?
Algunas de las carreteras que bordean la Sierra de Grazalema y la Sierra de las Nieves son uno de los parajes más bellos —y la vez más desconocidos— de España.
Naturaleza salvaje en estado puro, mezclando paisajes de roca caliza con encinares, alcornocales y castañares y dehesas interminables, gargantas y chorreras que poder disfrutar en la época estival.
Pueblecitos blancos que salpican la montaña y parecen cuadros dibujados. Productos de la tierra y buen vino. ¿Qué más se pude pedir?
Que la expresión road trip no te eche para atrás, coger el coche y disfrutar de estas carreteras es la única forma de perderse y dejarse llevar por los parajes más recónditos y bellos de la Andalucía interior. Créeme, no te arrepentirás.
Nuestra ruta estará vertebrada por la carretera A-369, pero tomaremos algunos desvíos imprescindibles para no dejarnos ninguna maravilla atrás.
Comenzamos en Gaucín, un típico pueblo serrano colgado dramáticamente de una ladera del que quedaron prendados autores como Richard Ford, Francis Carter o Gerald Brenan. De hecho, hoy día también hay afincados en sus tierras varios artistas internacionales, cuya obra es, en muchos casos, visitable.
Allí nos interesa sobre todo el Castillo del Águila, una fortificación romana que se funde con la montaña y que suele estar circundada por el vuelo de estas majestuosas aves. La población posee también un completo Museo Etnográfico y varios restaurantes a base de producto local donde merece la pena pararse.
Ponemos rumbo a nuestra siguiente parada, no sin antes detenernos en el mirador del Valle del Genal. Desde allí es fácil observar los pueblos de Alpandeire, Fajarán, Jubrique y Genalguacil, la cima del pico Torrecilla e incluso, en días claros, el Peñón de Gibraltar.
Llegamos a Jubrique. Un pueblo blanco, blanquísimo, y tranquilo y apacible. De hecho, en la tranquilidad reinante sólo se escuchan las conversaciones de sus apenas 600 habitantes. Sus cuestas están salpicadas de arcos y postigos, como sus retorcidas calles en las que te pierdes para volver a encontrarte.
De fondo suenan las sierras de las madereras que trabajan en la zona, que una vez (hace más de un siglo) fue capital vinícola del Genal. Hoy su huella queda solo en las parras que decoran algunas fachadas y en viejos dichos como el que reza:
“Los que gusten de catar
los zumos del alambique
mejores no los tendrán
que en los pagos de Jubrique.”
Desde aquí tomaremos uno de los senderos más bellos de la provincia: el que discurre a orillas del río Genal. Gozaremos de un paisaje salvaje de bosques de cuento de hadas flanqueado constantemente por el río.
Algatocín es nuestra siguiente parada. Por el camino disfrutamos de las brutales perspectivas que nos ofrece la carretera en este tramo: pegado a la montaña por un lado y completamente abierto hacia sierras y valles por el otro.
Este es un pueblo con leyenda, según la cual su nombre proviene de una tribu bereber marroquí y fue tomado en honor a la hija, la princesa Algatoisa, del segundo rey moro de Ronda. Fue este rey quien mandó construir el castillo residencia de verano donde hoy se encuentra la iglesia.
Leyendas aparte, lo que nos asombrará será lo cuidado de sus callejuelas de ventanas enrejadas, de un blanco inmaculado y llenas de flores, que conforman la perfecta postal andaluza.
Nos desviamos de nuevo para conocer Benalauría, un pueblo coqueto, limpio, con ropa tendida en cualquier lugar y un Museo Etnográfico que permite recordar las viejas costumbres y labores de la zona relacionadas con el campo: del olivar al castañar pasando por la matanza. Esta localidad queda escondida desde la carretera principal y bien puede pasar desapercibida, pero merece de lleno una parada para descubrir su encanto. Allí podemos degustar algunas de las exquisiteces de la comarca: carnes, setas y castañas.
Nuestra ruta nos lleva hasta el municipio más pequeño de toda la provincia y, sin embargo, nos parece un imprescindible: Atajate. Antes de llegar, un mirador nos regala una vista de esas que se quedan grabadas en la retina. Apenas unas callecitas cuidadas con macetas coloridas en las ventanas y la Iglesia de San Roque conforman este lugar donde la palabra tranquilidad se queda corta y en el que viven poco más de cien habitantes. Eso sí, dispone de algo más de una quincena de productores de un riquísimo mosto que disfrutamos enormemente antes de partir hacia el final de nuestra ruta: Ronda.
Fin de ruta: Ronda, la ciudad soñada
Aceleramos ligeramente adentrándonos en la Sierra de Grazalema, haciendo paradas en los miradores para deleitarnos con las vistas de una sierra que nos regala una flora y fauna como ninguna otra. Y acercarse a la ciudad soñada, desde esta perspectiva, es todavía más impresionante. Su monumentalidad nos dejará sin habla y, a la vez, con ganas de no parar de comentar. ¿Cómo puede ser tan sabia la naturaleza? ¿Cómo ha podido dividir así el relieve y, a su vez, cómo el hombre ha sido capaz de unirlo de una forma tan magnífica?
Ronda despierta multitud de preguntas, y todas ellas encuentran respuesta cuando por fin aparcamos el coche y empezamos a caminarla. A vivirla.